domingo, 1 de junio de 2014

CONSIDERACIONES SOBRE EL ANARCA

Ernst Jünger.-



CONSIDERACIONES SOBRE EL ANARCA



l.


A partir de la novela de Ernst Jünger,
Eumeswil (1977), se habla mucho en algunos círculos del Anarca, como una figura o tipo que encarnaría el distanciamiento frente a los aspectos peores de la última Modernidad; o como un camino a seguir, el único digno para hombres de verdad libres. Nos interesa, en consecuencia, repasar el texto de Jünger para verificar lo que puede haber de tal figura.

Como en Heliópolis, en Eumeswil Jünger nos presenta un mundo aún por llegar: se vive allí el estado de cosas consecutivo a los Grandes Incendios –una guerra mundial, evidentemente- y a la constitución y posterior disolución del Estado Mundial. Un mundo simplificado, en que aparecen formas semejantes a las del pasado, los principados de los Khanes, las ciudades-estados. El nombre de la ciudad de "Eumeswil" viene de su fundador, Eumenes: éste es el nombre de un personaje cuya biografía escribió Plutarco: secretario de Alejandro Magno y, luego de su muerte, uno de los diádocos o sucesores que lucharon por los despojos del imperio del Macedón. Al elegir e! nombre de esta figura histórica, Jünger quiere marcar el carácter postrero del ambiente que da a su novela; como el de la época helenística que sigue a Alejandro, como en Alejandría, ciudad sin raíces ni tradición. De análogo modo, en la sociedad de Eumeswil las distinciones de rangos, de razas o de clases han desaparecido; quedan sólo individuos, sólo distinguidos entre ellos por los grados de participación en el poder. Se posee aún la técnica, pero como algo más bien heredado de los siglos creadores en este dominio. La técnica permite, por ejemplo –y éste es otro rasgo "alejandrino"-, un gran acopio de datos sobre el pasado, pero este pasado ya no se comprende.


Como en Heliópolis, se enfrentan en Eumeswil dos poderes: el militar y el popular, demagógico, de los tribunos. Del elemento militar ha salido el Cóndor, el típico tirano que restablece el orden y, con él, las posibilidades de la vida normal, cotidiana, de los habitantes. Pero se trata de un puro poder personal, informe, que ya no puede restaurar la forma política desvanecida. Por lo demás,  tampoco en Eusmewil se tiene la ilusión de la gran política; no se trata siquiera de una potencia, viviendo como vive bajo la discreta protección del Khan Amarillo. En suma, son las condiciones de la "civilización" spengleriana, las de toda época final en el decurso de las culturas. "Masas sin historia", "Estados de fellahs", dice explícitamente Jünger.


No entran, sin embargo, en nuestro actual interés los juicios de Jünger que recaen sobre nuestra propia época, o sobre tendencias hoy en desarrollo. Se trata, por lo general, de agudas y profundas observaciones: "La libertad comienza donde se acaba la libertad de prensa"; "uno de los símbolos de los espacios sin historia son los desechos", u otras. Quienes conocen la vida universitaria, por ejemplo, sentirán la terrible verdad que encierran algunas sentencias de las páginas 32 y ss. y 299 (2a ed. española, 1981).


Entrando en materia: el protagonista y narrador de la novela es Martín Venator -"Manuelo" en el servicio nocturno de la alcazaba del Cóndor. El nombre no es simbólico; Venator no es un "cazador". Tiene de tal el ser un observador cuidadoso, pero no es su intención cobrar una presa. Es un historiador de oficio: aplica al pasado sus cualidades de observador, y de allí las reflexiones sobre el tiempo presente. Su modelo, sin duda, es Tácito: senador bajo los Césares, celoso del margen de libertad que aún puede conservar, escéptico frente a los hombres y frente al régimen imperial. Venator es también camarero, barman, en la alcazaba: como en las cortes de otra época, el servicio personal y doméstico al señor resulta ennoblecido. El camarero suele ser asimismo un observador, y en este terreno se encuentra con el historiador.


El historiador se retira voluntariamente al pasado, donde se encuentra en realidad "en su casa", y en esta medida se aparta de la política. La derrota, el exilio, han sido a veces la condición del desarrollo de uiia vocación historiográfica, –Tucídides en la Antigüedad, por ejemplo; pero en otras ocasiones el historiador ha tomado parte activa en las luchas de su tiempo. En la novela, el padre y el hermano de Venator, igualmente historiadores, están ideológicamente "comprometidos": buenos republicanos, liberales doctrinarios, cautos enemigos del Cóndor mas ajenos al mundo de los hechos que éste representa. Ellos deploran que "Manuelo" haya descendido a tan humilde servicio al tirano.


Servicio, sí, fielmente prestado, pero en ningún caso incondicional. Entre los enemigos del Cóndor están los anarquistas: conspiran, ejecutan a veces atentados... Nada que la policía del tirano no pueda controlar. De ellos se diferencia netamente Venator: no es un anarquista, es un anarca.


2.





El anarca debe ser distinguido, en primer lugar, de las otras figuras, las otras individualidades que se alzan, cada una a su modo, frente al Estado y la sociedad: el anarquista, el partisano, el criminal, el solipsista; o también, el monarca absoluto, como Tiberio o Nerón. Pues en el hombre y en la historia hay un fondo irrenunciable de anarquía, que puede aflorar o no a la superficie, y en mayor o menor grado, según los casos. En la historia, es el elemento dinámico qne evita el estancamiento, que disuelve las formas petrificadas. En el hombre, es esa libertad interior fundamental. De tal modo que el guerrero, que se da su propia ley, es anárquico, mientras que el soldado no. Cristo es anárquico, en tanto que Pablo no. El anarquista, en aparente paradoja, no es anárquico; aunque algo tiene, sin duda. El anarquista es el arquero que yerra el blanco, el jinete que al oir la señal arranca en dirección contraria. Es un ser social que necesita de los demás; por lo menos, de sus compañeros. Es un idealista que, al final, resulta determinado por el poder. "Se dirige contra la persona (del monarca) pero asegura la sucesión".


El anarca, por su parte, es la "contrapartida positiva" del anarquista. No es antagonista del monarca, sino más bien su polo opuesto. Tiene conciencia de su radical igualdad con el monarca; puede matarlo, y puede también dejarle la vida. No busca dominar a muchos, sino sólo dominarse a sí mismo. A diferencia del solipsista, cuenta con la realidad exterior. No busca cambiar la ley, como el anarquista o el partisano; no se mueve, como éstos, en el terreno de las opciones políticas o sociales. Tampoco quiere transgredir la ley, como el criminal; se limita a no reconocerla. El anarca, pues, no es hostil al poder, ni a la autoridad, ni a la ley; entiende las normas como leyes naturales: cuando llueve, hay que abrir el paraguas; y quitarse el sombrero si hace calor. Respeta las leyes tal como las señales del tránsito; el anarquista, en cambio, se asemeja al peatón que las ignora y muere atropellado.


No adhiere el anarca a las ideas, sino a los hechos. Está convencido –a fuer de historiador, dice Venator; mas en realidad éste habla aquí como anarca- de la inutilidad de todo esfuerzo ("tal vez esta actitud tenga algo que ver con la sobresaturación de una época tardía"). Neutral frente al Estado y a la sociedad, tiene en sí mismo su propio centro. Los regímenes políticos le son indiferentes; ha visto las banderas, ya izadas, ya arriadas "como las hojas, en mayo y en noviembre". No obstante, el anarca puede cumplir bien el papel que le ha tocado en suerte. Venator no piensa desertar del servicio del Cóndor, sino, por el contrario, seguir lealmente hasta el final. Pero porque él quiere; él decidirá cuando llegue el momento. En definitiva, el anarca hace su propio juego y, junto a la máxima de Delfos, "conócete a tí mismo", elige esta otra: "hazte feliz a ti mismo".


La figura del anarca resplandece verdaderamente, como la del hombre libre frente al Estado burocrático y a la sociedad conformista de la actualidad, en algunas páginas de Jünger: "los eunucos se agrupan para privar de su poder al pueblo, en cuyo nombre tienen la osadía de hablar... El deseo más último del eunuco es castrar al hombre libre. Y así, se promulgan leyes, en virtud de las cuales   'hay que acudir corriendo al fiscal, mientras violan a tu madre’". En otras ocasiones parece más bien mezquina: "quien, en medio de los cambios políticos, permanece fiel a sus juramentos, es un imbécil, un mozo de cuerda apto para desempeñar trabajos que no son asunto suyo". "(El anarca) sólo retrocede ante el juramento, el sacrificio, la entrega última". "Solo cabe una norma de conducta" -dice Attila, médico del Cóndor, a su modo también anarca- "la del camaleón..."


3.



La pregunta es si el anarca constituye una figura ejemplar –esto es: para cierto tipo de hombres que no se reconozca en las producciones sociales últimas. Pues si la del anarca es la "actitud natural" –hay que agregar que se encuentra también en "el niño que hace lo que quiere" (cf. J. Hervier, Conversaciones con Ernst Jünger, 1986; recensión en C.C. 20)-, entonces nos hallamos ante simple situaciones de hecho que no tienen ningún valor normativo ni ejemplar. Desde siempre, en efecto, los hombres han querido rehuir el dolor y buscar lo agradable; por otro lado, apartarse de una sociedad decadente y que llega a ser asfixiante es una cosa sana. El anarca tampoco es el Calicles del Gorgias platónico, que sostiene que las leyes son sólo una trampa para enredar al hombre fuerte por naturaleza: que éste debe deshacerse de todas esas trampas y mentiras. Como hemos visto, el anarca no se levanta contra las leyes, sino que cuenta cor ellas. Venator invoca a Epicuro como modelo: debería haberse referido más bien a Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates y fundador de la escuela hedonista, quien proponía una vida radicalmente apolítica, "ni gobernante ni esclavo", con la libertad y el placer como únicos criterios. Jünger reconoce de buena gana que el tipo del anarca se encuentra, socialmente, en el pequeño-burgués, piedra de tope de más de una corriente de pensamiento: es ese artesano, ese tendero independientes y ariscos frente al Estado La figura del anarca es más familiar al mundo anglosajón, especialmente al norteamericano, con su sentido ferozmente individualista y antiestatal: del cow-boy solitario o del out-law al "objetor de conciencia". Tiene su lado valioso, sin duda: el "derecho de cada ciudadano a poseer su rifle", que sostienen ciertos ambientes norteamericanos, está en la mejor línea del anarca y del rebelde contra la masificación burocrática. Se sabe, desde luego, en que condiciones sociales específicas han florecido estos modelos.


Pero las sociedades "post-modernas" actuales se distinguen por el más vulgar hedonismo; su tipo no es el del "superhombre", sino el del "último hombre" nietzschiano, el que cree haber descubierto la felicidad. El tipo del "idealista" y del "militante" pertenecen ya a etapas superadas; hoy, es el individuo de las sociedades "despolitizadas", soft, que toma lo que puede y rehusa todo esfuerzo. ¿En qué se diferencia de este tipo humano el anarca? Sin duda, por lo menos –y no es pequeña diferencia- en que el segundo está libre de las ataduras sentimentales, ideológicas y moralistas que aún caracterizan al primero.


Es verdad, la figura misma de Venator está "históricamente" condicionada: aparece colocada en una de esas épocas postreras en las cuales nada se puede ya esperar. Habría que esclarecer si efectivamente nuestra propia época es una de aquéllas. Pero lo dicho sobre anarca tiene un alcance más universal: en cualquier tiempo y lugar se puede ser anarca, independientemente de las condiciones exteriores. Está bien: se puede concebir una situación extrema en que lo único que importe salvar sea la libertad interior. Mas el anarca no necesariamente vive situaciones extremas; ¿por qué habría de colocarse en una tal?


La senda del anarca termina en la retirada. Venator ha estado organizando una "emboscadura" temporal –según el mismo Jünger recomendaba en una obra anterior, Der Waldgang (1951)-, para el caso de caída del Cóndor. Al final, seguirá a éste, con toda su comitiva, en una expedición de caza a las selvas misteriosas más allá de los confines de Eumeswil: una emboscadura radical, o la muerte. no se sabe el desenlace. Del mismo modo, en Heliópolis, el comandante Lucius de Geer y sus compañeros se "retiran" en un cohete, con destino desconocido. Pero es, sí, después de haber luchado sus batallas; tal como los defensores de La Marina, en Sobre los Acantilados de Mármol, no buscan refugio sino después de dura lucha con las fuerzas del Gran Guardabosques. ¿Habrá que entender esas "retiradas" en un sentido esotérico, como el "paso" a un estado superior? La fugaz alusión a experiencias de tipo iniciático en Heliópolis y en Eumeswil no autorizan una tal interpretación; el anarca pertenece a un plano enteramente "exotérico" o "profano".


Por cierto, Jünger mismo no siempre ha actuado como anarca; no como Venator, por lo menos. Bajo Hitler hubiera podido ser más que un camarero, si lo hubiese querido; le habría bastado con un gesto de buena voluntad (Por el contrario, su apartamiento crítico le hubiera podido traer malos ratos, si el mismo Hitler no hubiese dicho a sus impacientes subalternos: "a Jünger, déjenlo tranquilo". Cf. entrevista a Jünger en L'Express, 11 -17 de enero 1971). ¿O acaso la diferencia está en que el Führer no era un dictador militar, como el Cóndor, sino un tribuno popular? Si es así, resulta entonces que al anarca no son del todo indiferentes las situaciones políticas.


Hay que distinguir, claro está, diversas vocaciones humanas. La acción cuadra a las naturalezas activas, a los "guerreros", a los kshatriya –en terminos de la tradición hindú. No puede medirse por la medida de éstos a todo genero de hombre; las vocaciones contemplativas también tienen su derecho. Mas el anarca, ¿en qué línea se sitúa?


A este respecto, puede ser ilustrativa la comparación del anarca de Jünger con el "hombre diferenciado" de Julius Evola, dado que cierta semejanza hay. En Cavalcare la tigre (1961), este último proponía a cierto tipo de hombres el camino de la apolitia, que partía de la comprobación de la ausencia actual de Estados, partidos o movimientos que representaran una idea superior y a los cuales se pudiera adherir incondicionalmente: desinterés, por lo tanto, y desapego por todo lo que hoy en día es "política". Pero, aparte de que para Evola la vida misma en el "mundo de la disolución" puede tener carácter de prueba –en una perspectiva diferente a la de Jünger-, el desapego recomendado es una actitud interior, que no obsta a una eventual acción política, siempre que importe sólo la  acción en sí y su carácter impersonal; siempre que no se vea comprometido el ser (cf. Hieromnemon, "Evola. Rebelión contra el mundo moderno", C.C. 16; M. Ghio, "Cabalgar el tigre en 1992", C.C. 24). Y en unas páginas dirigidas al joven anarquista de derecha, Evola considera con mayor énfasis el activismo político. Aunque sea difícil –dice- encontrar en la actualidad un grupo político, un frente o un partido que defienda verdaderamente las ideas por las cuales vale la pena batirse, de todas maneras afirmar una "presencia" por la acción será siempre útil. Incluso, llega a contemplar las posibilidades de la acción violenta, de una especie de Santa Vehme "capaz de tener a los principales responsables de la subversión contemporánea en un estado de inseguridad física constante" (L'Arco e la Clava, 1971, 2a. ed.).


También Evola era escéptico respecto de las posibilidades políticas del presente. De cualquier modo, señalaba una vía más matizada –por que tomaba más en cuenta distintas circunstancias- y, al mismo tiempo, más acorde a naturalezas activas que la vía del anarca. Pues, como –desde otra posición- decía Sócrates a Aristipo: "lo que tú dices sólo puede tener algún sentido si la senda de que hablas evita también pasar a través de los hombres, igual que evita el gobierno y la esclavitud" (Jenofonte , Memorabilia, II, 1).
E..J.A.
Publicado en Ciudad de los Césares N° 28,  Enero/Febrero de 1993.